ANTECEDENTES: LA VII Y VIII EN LA 2ª LEGION

INTRODUCCIÓN

Cuando el 1 de enero de 1940 se crea el 3er Tercio, lo hace sobre la base de tres Banderas, la VII, VIII y IX que se le incorporan tras su reciente participación entre 1936-39 en la guerra civil. Sus cuadros de mando y tropa venían fogueados después de varios años de guerra. Algunos lucían en sus guerreras la medalla militar o incluso la Laureada de San Fernando obtenidas en acciones heroicas. La mayoría tenían experiencia en combate y habían visto caer muertos a su lado a muchos compañeros. La IX Bandera se había creado por primera vez con motivo de esta contienda, sin embargo la VII y VIII nacieron mucho antes, en mayo de 1925 y enero de 1926, respectivamente, con ocasión de otra guerra, la de Marruecos. Finalizada ésta, se mantuvieron vivas hasta finales de 1932 que fueron disueltas hasta que en 1936, según lo dicho, se activaron de nuevo.

No parece lógico que en el historial del Tercio D. Juan de Austria no se tengan en cuenta estos antecedentes tan importantes de algunas de sus unidades, heredadas por el 3er Tercio aunque antes pertenecieran a la 2ª Legión (VII y VIII) entre 1925-1932 y a la 2ª Legión (Talavera de la Reina) la VII y IX, y a la 1ª Legión (Tahuima) la VIII durante la guerra civil. Precisamente debido a su participación durante estas fechas en conflictos fue cuando más sangre derramaron y más páginas gloriosas se escribieron en el historial de sus diarios de operaciones.

Pero hablar, desde la perspectiva del siglo XXI, de cómo era la vida de un legionario de la VII y VIII Bandera a mitad de los años 20, no resulta nada fácil y mucho menos comprensible para un joven legionario de esas mismas Banderas pero en el 2003. Eran otros tiempos totalmente diferentes, tanto dentro de los cuarteles como en la sociedad civil. Los legionarios de la VII y VIII se incorporaban a Riffien, y tras poco más de un mes de instrucción marchaban a poner en práctica sus conocimientos en un aula que de teórica no tenía nada: la guerra de Marruecos.

Con el inmediato bautismo de fuego aprendían rápidamente de los veteranos la forma de sobrevivir al paqueo de los moros, de no tener miedo a la muerte, de luchar como auténticos legionarios, de amar a su Compañía, a su Bandera, a la Legión. Los débiles normalmente se crecían, ayudados por el espíritu del Cuerpo, por el Credo legionario, o morían. Los más valientes, encontraban en el rápido ascenso por méritos de guerra una recompensa a su heroísmo. Una mayoría de ellos, procedentes de una capa de la sociedad no siempre demasiado bien considerados, en la Legión se sentían que formaban parte de algo importante. El fundador, Millán Astray, se había encargado de hacer una buena y merecida propaganda de la Legión, y los españoles admiraban y querían a la Legión.

En el 2003, los cuadros de mando y legionarios de la VII y VIII no pasan demasiadas horas juntos en el cuartel. Vienen a trabajar de lunes a viernes en las horas lectivas, y luego, unos y otros se marchan a Almería a sus casas, con sus familias los casados, o en pisos de 4 o 5, los solteros. Algunos, los menos, viven en la Residencia de mandos o de tropa, pero en cualquier caso, los fines de semana, arrancan los motores de los coches y, a toda velocidad, los legionarios salen por las autovías hacia todos los rincones de España.

En los años 1925, 26, 27,… los legionarios de la VII y VIII Banderas tampoco pisaban demasiado su cuartel en Dar Riffien, próximo a Ceuta, pues estaban todos los días de marcha por todo el norte en Marruecos, recibiendo y pegando tiros, destacados, ocupando posiciones defensivas, protegiendo convoyes y en ocasiones, ¡que maravilla!, regresando a los campamentos base donde podrían dormir, en lugar de en una trinchera, bajo el cobijo de una tienda cónica, donde podrían comer rancho caliente. ¡Benditos rancheros! que se las arreglaban para cocinar sin gas, sin electricidad, en ocasiones bajo la lluvia. Y que decir de las cantineras sirviendo un vasito tras otro, de vino peleón.. La tropa y los mandos casados esperaban leer las cartas de sus esposas mientras que algunos solteros se conformarían con tener noticias de las madrinas de guerra, tan de moda en la época.

Pero ya el máximo placer venía cuando, tras varios meses de combates, de destacamentos, de campamentos, los legionarios de la VII y VIII regresaban con su Bandera unos días, o incluso un mes, de descanso al cuartel de Dar Riffien, a la cuna de la Legión. Dormir en literas bajo un techo. El mesón del legionario. Lavandería para la ropa. Barraganas para el amor. Cuantos valientes en el frente, ascendidos por el valor, se perdían en la retaguardia con el alcohol, tantas veces causante del desprendimiento de galones y del ingreso en el Pelotón de castigo. Luego, eso sí, con la reincorporación a los combates, de nuevo penalidades y también de nuevo ascensos y recuperación de galones de Cabo y de Sargento.

Allí estaban los fusileros, los que ganaban las batallas, junto con los granaderos, capaces con atino de desalojar a los moros de sus cobijos. Y los sirvientes de las ametralladoras, dando moral a los compañeros con el canto de sus máquinas. Más triste era la vida de los acemileros, los de la sacrificada logística, fáciles presas que por transportar agua, comida y municiones a sus compañeros y evacuar heridos sufrían numerosas bajas sin ningún reconocimiento a cambio. Y los camilleros, que cumpliendo el espíritu de «no abandonar jamás a un hombre en el campo hasta perecer todos» caían uno tras otro en el intento de recuperar a heridos y muertos. Los moros se deleitaban con ellos, que ni siquiera podían agacharse, corriendo con la camilla y el herido a cuestas, tropezando con las piedras y matorrales mientras las balas los acariciaban. Hoy ni siquiera existen los camilleros por no estar completas las plantillas de las Compañías. En aquellos años los camilleros merecían la máxima consideración de sus compañeros y superiores por su valor y sacrificio y por ser, sin duda, los más expuestos al peligro y los que más bajas sufrían.

Al finalizar la guerra de Marruecos en 1927, la VII y VIII continuaron mucho tiempo en destacamentos, pero regresando más a menudo a su base en Dar Riffien. La VIII llegó a constituirse en Bandera de depósito, encargada de instruir a los reclutas y al final marchó a Tahuima, sede de la 1ª Legión, donde con el advenimiento de la República, fue disuelta en diciembre de 1932 junto a su hermana, la VII, y el Escuadrón de Lanceros.

En 1936 se constituyeron de nuevo la VII y VIII, junto con la IX entre otras, con motivo de la guerra civil. También un mes y pico de instrucción y al frente, a aprender de los veteranos. Si en la guerra de Marruecos hubo muertos en la VII y VIII, en la civil la VII, VIII y IX Banderas, que al finalizar la contienda iban a ser las unidades del 3er Tercio, sufrieron muchísimas bajas por una razón muy simple: todas las Banderas de la Legión se reservaban para los combates de mayor riesgo y fatiga, frente a las Brigadas Internacionales, etc. Lo más sorprendente fue su enorme capacidad para la reposición de las bajas. Captar (a veces entre los mismos prisioneros), instruir e inculcar el espíritu legionario y a luchar. Por suerte, entre los Jefes de una de las Banderas, la IX, nos encontramos con un Comandante aficionado a la pluma, De la Torre Galán, que nos ha dejado escritas algunas de sus vivencias al mando de la IX durante la guerra civil, según veremos.

Todos los legionarios caídos en estas dos guerras, que fueron muchos en comparación con el historial del Tercio 3º, se merecen quizás una mayor extensión a la hora de relatar los combates en los que tomaron parte la VII, VIII y IX Banderas, pero en el Tomo I y II del historial de la Legión vienen ampliamente detallados, motivo por el que me limitaré a relatar algunas acciones más destacadas, evitando así aburrir al lector en lo que pudiera parecer la transcripción literal de un diario de operaciones.

RIFFIEN, CUNA DE LA VII Y VIII BANDERAS

Siguiendo un orden cronológico, tenemos que remontarnos al 1 de mayo de 1925 cuando se creó la VII Bandera en el campamento de Dar Riffien, próximo a Ceuta. Allí se encontraba la Base de la 2ª Legión (así se denominaba en aquella época) del Tercio, (los términos Tercio y Legión estaban cambiados respecto ahora) que ya contaba con la V y VI Banderas, mientras que la 1ª Legión estaba en Tahuima (cerca de Melilla), con las Banderas I, II, III y IV. La guerra de Marruecos estaba en pleno auge y la Bandera intervino al poco tiempo de su creación, tanto en el desembarco de Alhucemas como en los combates posteriores. Luego permaneció más tiempo destacada en campamentos como el Xauen, Dar-Akobba (Tetuán), Zoco el Arbaa, Bab-Tazza…, que en el propio cuartel de Dar Riffien.

Estos campamentos solían tener siempre una construcción similar, normalmente formando un círculo, aprovechando una explanada en un terreno dominante. Los muros a base de sacos terreros y adobe cocido al sol y trabado con paja, contenían aspilleras y en las esquinas se formaban torreones bajos donde se colocaban las ametralladoras. Dentro del recinto se alineaban las tiendas cónicas, dejando amplias calles para las formaciones. En cada campamento existía un pequeño poblado civil en el que se instalaban las cantineras que en ocasiones proporcionaban, además del vino peleón también amor.

Por ejemplo, la VII Bandera tuvo como cantinera en los años 30 a Teresa González, consuelo de solitarios legionarios y alivio de sedientas gargantas. Proveedores de carne y pescado acudían a diario al campamento para suministrar a las cocinas de las Compañías que rivalizaban en dar de comer bien, siempre tres platos, postre, vino y café muy azucarado. Por contra, no había comedores, teniendo que comer en el suelo o dentro de las cónicas, especialmente cuando llovía. Desde estos campamentos las Banderas salían a combatir y cuando regresaban a los mismos, los legionarios volvían con la alegría del merecido reposo que allí habían de encontrar, junto con sus propiedades personales dejadas en los morrales dentro de aquellos dormitorios llamados cónicas.

La VIII Bandera, creada en los primeros días de enero de 1926, tuvo un año y medio de duros combates, donde también estuvo destacada en campamentos. Al firmarse la paz disfrutó sin embargo de una mayor permanencia en Dar Riffien pues a partir de 1928 se constituyó en Bandera de Depósito. A éste acuartelamiento llegaban los reclutas y, tras ser instruidos, los nuevos legionarios salían en busca de las Banderas donde eran destinados, normalmente destacadas en campamentos o en operaciones, según hemos visto. El trasiego era continuo debido a las incontables bajas producidas durante la guerra de Marruecos. Allí regresaban a descansar las Banderas VII y VIII, después de varios meses de campaña o los legionarios que esperaban el licenciamiento, tras cumplir el compromiso.

En Riffien si que existían amplios dormitorios con literas, comedores con mesas de mármol, aulas con escuelas y academias, residencias y comedor de Oficiales y Suboficiales, y por supuesto un mesón de tropa. El patio de armas contaba con tribunas, y el cuartel disponía de alumbrado eléctrico, agua corriente, biblioteca, sala con billares y mesas para juegos, duchas, letrinas, lavanderías mecánicas, pista de aplicación, polideportivos, almacén de armamento, de prendas,… Fuera del recinto estaba el pequeño poblado civil con variedad de tiendas, la granja del Tercio y a 100 m. se encontraba la playa y la estación del ferrocarril que iba a Ceuta y a Tetuán. Desde el tren lo que más destacaba al pasar por Riffien eran las bonitas torres que cobijaba la entrada del cuartel, donde existía un cartel que decía: «Detente caminante, esta es la Legión, la que recoge la escoria de la humanidad y devuelve hombres».

Desgraciadamente el 31 de diciembre de 1932 fueron disueltas ambas Banderas despidiéndose de la cuna de la Legión, esto es del cuartel de Dar Riffien. Paradójicamente en septiembre de 1958 la VII y VIII Banderas, que estaban en Larache con el 3er Tercio, regresaron a sus orígenes, Dar-Riffien, para ocupar los barracones que habían dejado libres la IV y VI Banderas, expedicionarias en Ifni-Sahara, convirtiéndose a partir del 1 de octubre de ese año en las Banderas IV y VI (las que antes eran VII y VIII, respectivamente) del 2º Tercio.

UN NUEVO ESTILO, UNA NUEVA FORMA DE VIDA

El estilo legionario

Según nos cuenta José Asensi en su libro 20 de septiembre de 1920, en aquellos primeros años de la VII y VIII Banderas el ambiente y el estilo que se vivía en la Legión era el de practicar todas las virtudes castrenses, llevándolas hasta lo heroico. Así su saludo era de lo más enérgico, el más airoso y el más marcial. Ese llevar la mano rígida al gorro, codo alto, alta la testa para mostrar al superior que allí se estaba para obedecer, para servir hasta la muerte. La mirada brillando con fiebre, fija, recta a los ojos del mirado, como diciendo: mándame.

Ese bajarla enérgicamente como un rayo, hasta tocar la costura del pantalón, en la actitud firme del que no espera sino un signo para entregarse al riesgo, al trabajo, a la abnegación, y estando la mano en alto no se bajaba hasta que el superior lo mandase por lo menos tres veces, lo que significaba que el superior merecía respeto y se extremaba por ello la cortesía.

El modo de hablar, contestando, era en alta voz, enérgico, con palabras cortadas, breves. Ese responder, añadiendo siempre el nombre del empleo del jefe que interrogaba: sí mi Teniente, no, mi Sargento, enseguida, mi Cabo, los interlocutores estaban firmes «como velas» y se miraban a los ojos fijamente en miradas que eran, de una parte, certeza y confianza, y de la otra, servicio, cariño y entrega.

El modo de marchar del legionario era de peculiar marcialidad y soltura; iban erguidos, resueltos, provocadores. De ellos había huido la timidez y el entorpecimiento. Se distinguían por sus clásicos y legendarios gorrillos con la borla encarnada, el cuello al aire, despechugados; marchaban alegres y despreocupados, mostrando bien a las claras que eran hombres de guerra, emprendedores y valerosos.

Respecto a los centinelas en la Legión tenían orden, de noche, de no disparar, y el centinela que lo hiciera había de traer al día siguiente, como prenda que justificara el disparo, la cabeza del moro enemigo. Nada podía probar mejor las virtudes guerreras de una tropa como esa sobriedad y corrección con que prestaba sus servicios de noche. No se empleaba la posición de descanso. Siempre estaban firmes o marchando a paso ordinario frente a su puesto y haciendo los giros reglamentarios.

Las primeras consignas dadas por Millán Astray a los Oficiales fundadores se cumplían a rajatabla en aquellos años: «A los legionarios hay que cansarlos, porque si están quietos prevarican. Sus horas de instrucción, que sean muchas y bien aprovechadas. El tiro se llevará hasta las ultimas consecuencias, siempre dentro del reglamento, con el fin de conseguir que no haya tiradores deficientes y que el que manda sepa siempre los errores constantes de sus hombres».

Hasta para dar tierra a sus muertos tenía la Legión un especial rito. Nadie podía tocar sus cuerpos que fuera extraño a los legionarios. Tan solo ellos los conducían después de haberlos cubierto con flores y ramajes, envueltos en la Bandera de España. Ellos los bajaban al sepulcro y, tras de breve y piadoso rezo, lanzaban con verdadero furor sus vivas de ¡ Viva España!, ¡Viva el Rey!, ¡Viva la Legión!, para despedirse para siempre. Enseguida, afanosamente, con presteza, echaban la santa tierra, que se coronaba con piedras que cada uno traía, elevándose rápido un sencillo túmulo que quedaba convertido en el acto en florido jardín cubierto de coronas y ramos protegidos por la Cruz de Cristo. Después, borrando de su mente cuanto de triste hubo, guardaban sólo el recuerdo de sus nombres, de sus hazañas, para añadirlas al Libro de Oro de la Legión.

Como distintivos singulares llevaban los legionarios en la manga izquierda cintas de oro en ángulo, una por herida. Del mismo modo llevaban un distintivo los legionarios de primera, granaderos, camilleros, ciclistas, telegrafistas, rancheros, agentes de enlace y cuantos otros fueran precisos y convenientes no sólo para distinguir a los especializados, sino muy principalmente como estímulo y premio.

El Espíritu del Fundador

En lo que respecta al Espíritu de la Legión infundido por el Fundador, nos lo relata muy bien Carlos de Arce en su libro Historia de la Legión Española:

«Millán Astray no sólo pensaba en la importancia de instruir, vestir y alimentar a aquellos soldados, sino que concedía mayor valor a lo que sería el Espíritu y el Credo de la Legión. Algo que trascendiese y fundiera en uno solo tantos caracteres antagónicos, tantas nacionalidades y tantas lenguas. Era preciso idear una mística capaz de llevar a la muerte por la gloria de España a un sueco y a un turco, a un príncipe de sangre real y a un pordiosero. Un culto y una profesión de fe para unir y hermanar a aquellos hombres que iban llegando de los lugares más diversos del mundo. Sin este fundamento espiritual, la Legión nunca sería obra perdurable.

A Millán Astray le habían enseñado los moros a tener manera, como lo aprendieron también los primeros legionarios y aquellos Oficiales que aún no estaban diestros en la guerrilla rifeña. Eran los que en un principio no consideraban muy honroso avanzar arrastrándose por los arenales en medio del continuo silbar del plomo enemigo. Porque los moros, generalmente, no eran muy numerosos al realizar sus ataques; sin embargo, aparecían agazapados tras las columnas de avituallamiento o descubierta. Lo hacían de tal manera que los militares, familiarmente, les llamaban pegajosos. Seguían detrás, o se mantenían arrastrándose como reptiles, procurando disimularse en las sinuosidades del terreno, parapetándose tras las piedras.

Disparaban, su famoso paqueo (sonido del disparo del fusil, produciendo un «pa» al salir la bala y un «co» al silbar cerca de su objetivo). Siempre sobre seguro. Causaban bajas que acarreaban otras, pues al regresar a recoger a los heridos había que exponer nuevas vidas. La hostigación era constante, aunque incierta, esporádica y de la forma más impensada. Pero se sabía que para aprovisionar de víveres y otros elementos a las posiciones del campo, a veces debían organizarse operaciones en las que tomaban parte unidades de las tres Armas y de los Servicios. Las guarniciones de los puestos hacían por la mañana la descubierta del entorno y, para efectuar la aguada, los conductores debían ir acompañados de la fuerza conveniente. Las agresiones eran frecuentes, y en el fragoroso terreno de las zonas de Tetuán y Larache, media docena de tiradores moros de excelente puntería, traían en jaque a las columnas españolas.

Al Tercio se le concedió mejor equipo. Fueron aumentados los sueldos de los mandos y legionarios que ya resultaban relativamente altos respecto a otras unidades. En Tahuima se remodeló la granja agropecuaria, como en Dar Riffien, y los legionarios, mientras no estaban en campaña, disponían del mejor rancho que les proporcionaba el cultivo de cereales, leguminosas, raíces y toda clase de horticultura. La disciplina y las costumbres seguían siendo muy exigentes, pero el espíritu del Cuerpo mejoraba. La teoría de los fundadores acerca de Oficiales capaces de jugársela al frente de sus legionarios, imponía respeto y disciplina. Además, el resto del Ejército, inadecuadamente atendido, miraba con envidia a los legionarios».

La fama de la Legión

En este sentido, un escritor de la época, Tomás Barrera, nos descubre su visión de cómo la Legón alcanzó tanta fama y tanto prestigio en plena guerra de Marruecos:

«Las faltas que pueda tener la Legión ahora, tampoco se ven ni tienen importancia. Son inmensos e innumerables los actos magníficos del moderno Tercio, y además le vemos en la perspectiva novelesca. Los escritores hemos hecho su aureola y un legionario, por fortuna, además de ser un héroe, lo parece. Hay en la Legión hombres intachables, llevados a la guerra por el ideal, por el sentimiento patriótico, por el del honor militar. Y los hay innominados: buscan en la Legión un derecho de asilo que el Cuerpo tiene. Son los hombres que han dejado de ser hombres. Sin embargo, allí ¡qué caballeros! Sí: Caballeros Legionarios.

Admiro la eficiencia militar de la Legión, primera piedra del gran Ejército colonial, más que necesario, indispensable para la pacificación total y el futuro progreso de la zona española de Marruecos; admiro a la Legión en el combate; y sin ella creo que sería cien veces más grande el esfuerzo económico y militar que tendría que realizar España en África. Pero admiro aún más el crisol que es para transformar una individualidad deshecha, en eso, en un caballero, con todas las virtudes del caballero del libro de caballería, arquetipo de la caballerosidad. Hay algo inmortal en el alma del hombre y es su espíritu de sacrificio. Cuando todo ha pasado, cuando todo se ha destruido, aún resta un valor intacto. La transformación de la vida en explicación por medio del sacrificio, redime de todo.

Por eso es alegre la Legión. Todo lo hacen con sencillez los legionarios: hasta morir. Todo lo hacen con la alegría que necesita un hombre para que muera. Y son muchos los que se adelantan. Y es porque saben que sacrificándose se redimen; que muriendo, viven. ¡Colosal paradoja! ¡Tremenda ironía! Las virtudes morales han ido a refugiarse a la Legión, donde hay muchos a quienes un hombre moral no daría la mano si no fuesen legionarios. Delante de los legionarios se detienen los artistas, enamorados de su gallardía plástica, del desenfado con que van, despechugados y rotos, forjando una silueta heroica y juvenil.

Los cronistas no bastan para relatar sus hechos, cada uno épico. Mas la ética de la Legión es lo que hace más pensativo al contemplador. Como por cierta virtud de transubstanciación que tiene, convierte a un malhechor en un caballero. Sin tener obligación se prestan a caminar, a obedecer, a sufrir mortificaciones materiales, a soportar el sol y el hielo; se obligan a pelear, a morir. Una simple indicación es bastante para asomarse al borde del peligro. Nunca se quejarán. Todo será para ellos propicio, bueno, óptimo. Serán hermanos desconocidos, hasta el punto de perderse por salvar a quien se lo pida. No conocerán las diferencias de raza, ni de religión, ni de nacionalidad. Allí se borraron los colores, las fronteras. Un mismo Dios es el suyo, aunque tenga diferentes nombres. Sólo tienen una Patria, un enemigo, una familia, un apelativo: son legionarios«.

Un peculiar modo de vida

Por su parte Carlos Micó, legionario y periodista, nos describe así como vivió él la peculiar forma vida de la Legión en aquellos primeros años de la VII y VIII Banderas:

«Es fácil, y si no fácil, posible, despertar en todos los legionarios españoles su oculto y aun insospechado ideal de Patria, pero, ¿cómo alentar el ánimo de los extranjeros que están entre nosotros, los legionarios españoles? Nuestro Jefe, y como él todos los que entre él y nosotros están, que son hechura sentimental suya, no nos hablan del sentimiento de Patria, sino de la Legión; no del honor militar, sino del honor de la Legión; de la gloria de nuestras Banderas autónomas, que tienen su historia y vida independientes de la Enseña Nacional; de aventuras interesantes, de generosidad, de grandezas morales, de romanticismo, de las virtudes viriles y fuertes y de lo bello que es morir por un ideal, por el ideal de la Legión, donde no hay ningún cobarde; por el ideal de un Cuerpo tan glorioso, que puede satisfacer la mayor ambición de un hombre ansioso de glorias; por un Cuerpo tal, que ingresar en él supone tanto sacrificio, que en ese momento le están a uno perdonadas las anteriores culpas, como si se bañase en las aguas del Jordán.

Así han creado Millán Astray y los Comandantes y Oficiales a sus órdenes un estado de conciencia legionario, característico de la Legión, común a todos los que estamos agrupados alrededor de sus Banderas. Un extranjero permanecería indiferente a todo intento oratorio, por muy sugestivo que fuese, que tuviera la intención de inclinarle a dar su vida por una Patria que no es la suya; hay que hablarle de otros sentimientos para encauzar o derivar su capacidad de entusiasmo y de ideal hacia el espíritu del Cuerpo del Tercio: del compañerismo, del valor personal aplicado en su sentido heroico de sacrificio y altruismo.

El legionario, así preparado mental y moralmente, peleará por el honor de la Legión, por la gloria de la Legión, y cuando en el campo de batalla, en el cumplimiento del deber legionario o en alguna otra circunstancia de su vida, sienta su voluntad debilitarse, atraída hacia el quebrantamiento de las leyes morales, dirá reaccionando: No, que no puedan decir que un legionario… ¿Cómo se enciende el corazón de los legionarios en antorcha de entusiasmo, ese amor por nuestro ideal, que nos induce a morir por la gloria de la Bandera?.

Los Jefes del Tercio liman y pulen todas las facetas del carácter de los legionarios, de todos y cada uno de nosotros: no dejando nuestro pensamiento ocioso, dirigiéndolo y elevándolo constantemente con sus conversaciones, en sus discursos y sus arengas. Millán Astray tiene el divino don de la palabra y es pródigo de su arte; su oratoria, rotunda y cálida, se deja oír de continuo, encontrando todas las ocasiones propicias, y el entusiasmo que se desborda de su corazón llega a inundar de sentimentalismo el pecho de sus hombres, que le escuchan emocionados, con los ojos húmedos, ansiosos de demostrar a todos, y en particular a su Jefe, «quiénes son y qué son capaces de hacer por el honor y la gloria del Tercio».

Cada Bandera está mandada por un Comandante, que rivaliza con los demás en elevada emulación por que su gente sea la más disciplinada y valiente; porque su Bandera sea la mejor, y esto dice mucho en pro de la altura a que han llegado en esa noble pretensión todos ellos: ninguno puede estar satisfecho en su afán de ser el mejor Jefe, pues todos ellos alcanzaron unos límites que no se pueden pasar. En lo único que podría advertir un minucioso observador las diferencias que distinguen una Bandera de otra, es en ciertos matices imperceptibles de carácter, no en sus valores materiales, que, repito, son idénticos en todas ellas; como que son algo así como las cristalizaciones del espíritu militar del Jefe del Cuerpo a través de los canales morales de los Comandantes y Oficiales que imparten ese entusiasmo a los hombres de su mando. Únicamente por curiosas y pueriles diferencias capilares se puede conocer a qué Bandera pertenece un legionario: por razones de simpatía, de mimetismo y de aburrimiento tal vez, si el Comandante se afeita la cabeza en el campamento, al día siguiente veremos a casi todos los mil hombres de su Bandera con la cabeza mondada».

 

 

Ascensos y descensos

Pero aquellos tiempos difíciles, duros, aquel nuevo estilo, aquella nueva forma de vida y espíritu peculiar de la Legión, también necesitaba ir acompañado de sus correspondientes premios y castigos, imprescindibles para el buen funcionamiento de toda la unidad militar. En este sentido los ascensos y descensos jugaban un papel muy importante. Millán Astray nos relata en su obra La Legión, como se producían los ascensos en aquellos años de guerra:

«Los legionarios ascienden, en su gran mayoría y con profusión, por méritos de guerra, y siempre lo fueron a propuesta de sus jefes inmediatos, salvo casos extraordinarios para premiar hechos excepcionales. Se procuraba que la concesión de los ascensos coincidiese con el término de un periodo de operaciones, y se reservaba la ceremonia de la imposición de las divisas para los días de la llegada del Jefe. Este, por su misión de mando, está obligado a imponer los mayores castigos. Y debe, por tanto, ser el que otorgue los premios. Así, están en sus manos los atributos de la justicia, y al mismo tiempo no recoge solamente odios o solamente gratitudes, sino ambos sentimientos. Para que así sea su recto espíritu y su acierto el que le proporcione el respeto y el cariño de su tropa.

Los ascensos a Cabo, Sargento y Suboficiales se subdividieron en Cabo interino para pasar a Cabo efectivo, Cabo primero para Sargento y Suboficial interino para este empleo, todo ello con el objeto de tener un lapso de preparación y examen y, al mismo tiempo, aumentar el número de los escalones para los premios y elevar los estímulos. La ceremonia de imposición de empleos era así: los legionarios, formados con sus armas y Banderas, escuchaban la lectura de los nombres y nuevos grados de los promovidos. Estos salían de la fila, contestando al llamamiento del Jefe con un vigoroso y alegre presente, e iban a formar en una fila enfrente de sus compañeros. Una vez todos formados, le eran prendidas las divisas del nuevo empleo por los Jefes y Oficiales. Una breve felicitación y una apretón de manos. Y después, el desfile en columna de honor por delante de los nuevos superiores, que luego, formando una lucida escolta del Jefe, marchaban al campamento a recibir efusivos parabienes y abrazos de los camaradas.

Esta sencilla ceremonia – dice Millán Astray – era siempre emocionante, y es difícil de explicar lo que sentíamos al estrechar aquellas manos que apretaban la nuestra vigorosamente y definir el tono con que pronunciaban sus gracias, mi Teniente Coronel. Eco que debe llegar puro a las conciencias, porque no puede darse paso al favor ni al capricho, y si alguna vez no se fue justo, será por equivocación inherente a la condición humana, pero nunca a sabiendas, porque son sagrados intereses los que se administran y de ellos depende la salud moral de los soldados.

En el campo, al frente del enemigo, en el mismo lugar del combate, también se dieron algunos ascensos por méritos de guerra, cuando fuimos testigos de la hazaña. En los hospitales, a los heridos les fueron concedidos muchos. Nadie puede experimentar más honda satisfacción que la de dejar sobre la cama del herido el galón rojo o áureo que la Patria le envía por nuestras manos al que dio su sangre por ella. También se concedieron empleos a los supervivientes después de haber enterrado a los muertos en el combate, diciéndoles: ¡ por España dais la vida, España os premia!.

Los descensos también existen, y es la pérdida del empleo o la rebaja a inferior grado, que, aplicado más raramente a medida que es mayor el empleo, es un ejemplar castigo y, al mismo tiempo, un medio de mantenerlos exactos en el cumplimiento de sus cargos. En honor a la verdad, es el maldito alcohol el que más pérdidas de galones tiene a su cuenta. Pero como el ganarlos es caso de tener ocasión y se les presenta con facilidad en los múltiples combates a que asisten, vuelven a subir tal vez para perderlos de nuevo, pero su bravura no deja de recompensarse».

De hecho, Millán Astray consciente de la importancia de los ascensos recibió con estas palabras a los primeros alistados:

«Habéis llegado para adquirir el compromiso más honroso de vuestras vidas: os vais a consagrar a la Legión. Ella os recibe con los brazos abiertos y os ofrece: honores, gloria y olvido. También olvido. Sentiréis un orgullo desconocido hasta ahora: el ser legionarios, el ser útiles a la vida y a España. Podéis ganar galones, alcanzar estrellas, pero a cambio de éstos los sacrificios han de ser constantes; en el combate tendréis los puestos de mayor peligro, y muchos moriréis en la pelea. Nada más hermoso que morir con honor; ya lo aprenderéis, caballeros legionarios: ¡Viva la Legión!».

También es famosa la frase del Teniente Coronel Millán Astray: «Tras esos montes están los galones de Cabo, mas allá los de Sargento y detrás de aquellos los de Oficial», mientras señalaba una posición enemiga cuya conquista iba a costar muchas vidas. En los mismos Banderines de enganche se anunciaba que, además de las ventajas económicas que suponía pertenecer a tan arriesgada unidad, estaba la posibilidad de llegar al empleo de Oficial.

Conviene recordar que durante los primeros años de la fundación de la Legión, los ascensos a Cabo, Sargento y Suboficial (el equivalente al actual Brigada), se concedían en mayor parte por méritos de guerra, y los demás mediante un breve curso desarrollado en los campamentos de cada Bandera. Eran años en que, por razón de la guerra, el valor y el arrojo, constituían el diez en gramática y por consiguiente daban el aprobado. Los Capitanes proponían al Jefe de Bandera a los más distinguidos de cada empleo. Esta relación iría después al Jefe de la Legión, y éste, por delegación del Ministerio de la Guerra, los ascendía en la Orden del Tercio.

No obstante, en los años 1925-1926, al crearse la VII y VIII Banderas, se empezaron a dar en Dar Riffien (cuna de la Legión), los cursos para ascenso a Oficial y Suboficial, pudiendo llegar los primeros hasta el empleo de Comandante, excepción hecha con el Teniente Coronel Domingo Piris Berrocal, que por su valeroso historial, fue ascendido por el propio General Franco. En este acuartelamiento se dieron los mencionados cursillos hasta la entrega del mismo con motivo de la independencia de Marruecos en 1958, pasando a darse en los respectivos Tercios.

Más tarde, siendo General Subinspector de la Legión Pallás Sierra, y para que no decayera el nivel de enseñanza, se creó en 1981 la Academia de Mandos Legionarios, que tuvo un gran nivel docente y que duró hasta que las reformas del Ministerio de Defensa del año 1989 la suprimieron, pasando a la situación actual en que se ingresa en las mismas Academias Militares que el resto de los cuadros de mando del Ejército.