LA VII, VIII y IX EN LA GUERRA CIVIL
LA IX EN LA GUERRA CIVIL
Organización y primeros combates
Desde primeros de diciembre, en que había comenzado su organización en Talavera de la Reina, la que había de ser la IX Bandera estuvo sometida a intenso régimen de instrucción y ejercicios de combate. Este periodo de formación finalizó el día 1 de enero de 1937. Designado para el mando de esta unidad legionaria el Comandante D. José Niño González, se vio auxiliado en su cometido por los Capitanes D. José Peñarredonda Fernández, D. Felix Paredes Camino, D. Eduardo Capablanca Moreno y el Teniente D. Ramón Luque Chamorro, que tomaron el mando de las 33, 34, 36 y 35 Cías respectivamente.
A lo largo de la guerra civil la IX combatió en Boadilla del Monte, Pozuelo, Casa de Campo, Hospital Clínico, en las posiciones de la Ciudad Universitaria, Cerro del Águila, Vaciamadrid, Cuesta de las Perdices y Barrio Lucero. Continuó en el frente de Madrid y ocupó posiciones en Valdeperdices, Cuesta de la Reina y el Jarama. Participó en la ofensiva final desde Toledo. Finalizó la campaña en Valdemoro (Madrid).
El día 1 de enero de 1937 una vez finalizado su periodo de instrucción, según lo dicho, y siguiendo órdenes del mando, se trasladó esta Bandera con todos sus efectivos y por ferrocarril al pueblo de Leganés. Continúo en marcha nocturna y a pie, para quedar anexa a la División Reforzada de Madrid, formando parte del 5º Regimiento a las órdenes del Teniente Coronel Sotelo.
Era una de sus primeras misiones, que tenían como objetivo final la conquista de Pozuelo de Alarcón, tan pronto establecieron contacto con el enemigo cayó muerto el Comandante Niño, Jefe de la Bandera. Le sustituyó en el mando, sobre la marcha, el Capitán Peñarredonda, que continuó el avance hacia los citados objetivos, en las inmediaciones de Pozuelo, conquistándolos a costa de veintiséis bajas.
Ciudad Universitaria
Entre enero y agosto de 1937 la Ciudad Universitaria, en general, y el Hospital Clínico, en particular, son nombres muy unidos a la trayectoria de la VIII (de la que ya he relatado uno de sus episodios en el Clínico) y IX Banderas. La IX en uno de los periodos mas duros y críticos, sostuvo este baluarte, absurdo tácticamente, aunque comprensible desde la perspectiva moral y política. La Bandera soportó la tensión de una contumaz guerra de minas: voladuras seguidas de asaltos, continuos fuegos de artillería y morteros; soflamas e intimidaciones…, especialmente en los primeros meses de su actuación. El valor de la defensa transcendía desde la primera resistencia (no ya de Sección y de Pelotón, sino incluso, hasta de Escuadra y centinela) hasta la acción de las reservas de Compañía y Bandera. En efecto, se debía atacar de inmediato tras la explosión de cada mina o los bombardeos, taponando brechas o contraatacando, al no existir terreno que ceder. De ahí los ejemplares episodios que se fueron sucediendo tanto en el ámbito individual, como por unidades y por toda la Bandera.
Desde su relevo con la IV, la IX Bandera se había volcado en la defensa del Clínico, trabajando incansablemente para mejorar las fortificaciones del edificio y rechazando los continuos ataques enemigos, que en combates parciales trataban de averiguar la resistencia de la línea defendida por la Bandera. Del 2 al 9 de febrero de 1937 se intensificaron los fuegos de artillería y morteros enemigos, ocasionando veinte bajas entre muertos y heridos. En las primeras horas del día 10, sobre las tres de la mañana, se produjo un ataque general en el Sector, manifestándose con mayor intensidad precisamente en el Clínico. Las unidades de la Bandera lucharon enérgicamente para contener el ímpetu de las formaciones de Infantería. Estas trataban de entrar asaltando trincheras,
reductos y parapetos. Tras los derrumbados paredones y montones de escombros los legionarios de la IX hacían frente a los grupos de milicianos que conseguían atravesar las primeras defensas. El Jefe de la Bandera reunió a varios hombres de las distintas Compañías, los más idóneos para el combate en población, y comenzó a realizar una sistemática limpieza de enemigos. Consiguió que al atardecer no quedara ni uno dentro del Clínico.
Los días que siguieron incrementaron las Baterías republicanas sus fuegos, sobre todo el de mortero, obligando a reducir la circulación por las posiciones al mínimo indispensable. Andar por las trincheras significaba morir al aire libre, moviéndose en grandes espacios. Hasta el día 23 de febrero no intentó el enemigo un nuevo ataque al Clínico, consiguiendo, como en los anteriores, sólo llegar a la distancia del asalto. Los defensores del edificio dieron rienda suelta a la furia contenida durante tantos días, presentando una resistencia contra la que estrellaron todos los esfuerzos realizados por los milicianos en un incontenible afán de apoderarse de aquellas posiciones, convertidos en una verdadera obsesión para el mando republicano. Con 80 muertos y un número bastante más elevado de heridos, tuvieron que volver a sus posiciones de partida. La Bandera experimentó las bajas de 26 legionarios entre muertos y heridos, contándose entre estos últimos al Capellán que, pese a sus heridas, continuó prestando sus servicios, dando pruebas de un valor que los legionarios, mejor que nadie, sabían apreciar.
El Alférez Alfeisán
En el Hospital Clínico, la IX Bandera fue objeto de un ataque de tres horas de duración el día 3 de marzo de 1937, volviendo a insistir el enemigo el día 11 con los mismos resultados; muchas bajas y fracasos. Ante sus fallidos intentos, ordenó el mando enemigo efectuar voladuras en el edificio de Ingenieros Agrónomos, asaltando después cada uno de ellos, encontrando la misma y tenaz oposición. Los días siguientes tuvieron lugar varios asaltos que ponían en peligro las posiciones legionarias. Los carros consiguieron acercarse hasta ocho metros de los parapetos sobre los que disparaban a bocajarro. El Instituto Rubio era objetivo preferido por los republicanos y los legionarios se defendían heroicamente, pese a que el fuego destruyó totalmente el ala derecha del edificio.
En estos combates se desarrolló el glorioso episodio del Alférez Alfeisán, quien con cinco Cabos y quince legionarios, resistió estoicamente los continuos ataques enemigos. Defendió el polvorín de aquellas posiciones, martilleado constantemente por la artillería y los morteros. Destruidos todos los abrigos, los hombres iban pereciendo sepultados en los escombros al intentar salir de entre las ruinas. Los que quedaban con vida eran víctimas de las concentraciones artilleras. Sólo siete defensores salieron vivos de este polvorín, y los siete continuaron hasta finalizar el combate, ayudando posteriormente a la evacuación de las bajas, que eran muy numerosas. Hechos semejantes a éste dieron motivo para que la Orden del Cuerpo del Ejercito publicase una felicitación a los componentes de la Bandera por su heroico y ejemplar comportamiento.
El Padre Val, Capellán de la IX
La IX, el 11 de agosto de 1937, después de un duro periodo de combates defensivos, dejaba la Ciudad Universitaria marchando a Illescas a descansar. Pero tuvo que hacerse cargo de las posiciones cercanas al pueblo, debido a la fuerte presión enemiga. Más tarde salía hacia Seseña para tomar parte en una operación que se iba a realizar con el fin de establecer enlace con las posiciones ubicadas en la Cuesta la Reina. Formando parte de la vanguardia, y una vez rebasada la denominada Casa Colorada, iniciaron el avance las 33 y 34 Cías que, apenas adelantado unos metros, comenzaron a recibir intenso fuego enemigo. El combate se endureció y las ametralladoras de la Bandera fijaron con su fuego las guerrillas enemigas impidiéndoles todo movimiento. Hubo unos momentos difíciles en los que el padre Val, Capellán de la Bandera, actuó temerariamente, exponiendo su vida por auxiliar a varios legionarios caídos, administrándoles los sacramentos y salvando a varios de ellos que cargó sobre sus propios hombros para trasladarlos a los puestos de socorro. La Medalla Militar Individual recompensó la valerosa actuación del Padre Val de la Compañía de Jesús en una operación que costó a la Bandera 226 bajas.
Finalizada la operación, se retiró toda la IX al llano de Espartinas para cubrir las bajas sufridas con reclutas procedentes del Banderín de Talavera. Luego continuaría en las trincheras rechazado varios intentos de asaltos enemigos. La actividad defensiva se desarrollaba sin novedades importantes, aunque de vez en cuando ocurrían hechos curiosos, al igual que le pasaba a la VIII cuando se encontraba en la guerra de trincheras, según hemos visto, que rompían la monotonía de aquella dura forma de vida. Así en la madrugada del día 26 de abril de 1938 un grupo de tres hombres, un Oficial, un Sargento y un legionario, se lanzaron a la captura de una Bandera tricolor que ondeaba entre dos líneas, sin que el enemigo pudiera hacer nada por impedirlo.
Después de un invierno muy extremado por el frío, la nieve y la lluvia, a mediados de mayo mejoró el tiempo y los legionarios que habían vivido hasta entonces materialmente enterrados, soportando el diario machaqueo de las armas enemigas, comenzaron a dar muestra, de inquietud, deseosos de enfrentarse con los republicanos a campo abierto. El día 22 de este mes la actividad enemiga aumentó de forma inusitada y también ocurrió otro hecho curioso. Varios carros rusos se acercaron a las trincheras nacionales batiendo furiosamente los parapetos. Cansados del cañoneo trataron los legionarios de saltar sobre ellos pero el mando los retuvo enérgicamente prohibiendo toda salida. Los carros enemigos decidieron retirarse, y cuando uno de ellos comenzó a girar, fue incendiado por los legionarios que habían saltado de las trincheras a pesar de la prohibición. Cuando regresaron ufanos de esa hazaña fueron arrestados por incumplimiento de órdenes, cosa que hizo comentar a uno de ellos: Si por cada carro que incendie al enemigo me arrestan, mi mayor placer sería estar arrestado toda la vida.
M. M. para el Tte. Noriega y el Alf. Colubi
Y siguiendo con las acciones heroicas nos trasladamos de nuevo de fechas y lugares para ver como luchan los valientes. La IX Bandera el 23 de octubre de 1938 llegaba en marcha de aproximación a Ciempozuelos. A las nueve de la mañana del día siguiente inició una operación procedida de fuego de artillería ligero y eficaz. En vanguardia, las 34 y 35 Cías alcanzaron en rápida carrera los primeros objetivos. Desde ellos en un segundo asalto, llegaron hasta el denominado Cerro de la Legaña, coronando en primer lugar, al frente de su Sección, por el Alférez Rodríguez Colubi, de la 34 Cía. Cuando se disponía a saltar sobre los siguientes objetivos recibió un fuego tan intenso de toda clase de armas, que en breves instantes se quedó con sólo ocho hombres de su Sección. Cuerpo a tierra aguardaron el asalto de la 35 Cía, que avanzaba a las órdenes del Teniente Díaz Noriega. Éste, pese a estar herido continuó el avance con gran serenidad hasta llegar a la altura del Alférez Colubi, uniéndose ambas guerrillas para lanzarse al asalto una y otra vez infructuosamente.
Herido el Alférez Colubi se negó a ser evacuado, prosiguiendo la lucha con gran entusiasmo y estimulando a los legionarios con su ejemplo. La artillería enemiga batía intensamente toda la zona pero los asaltantes, viendo el espíritu de sus Oficiales consiguieron llegar hasta las mismas alambradas. Ya se disponían a lanzarse en un nuevo asalto cuando unos disparos de la artillería propia causaron un gran número de bajas, provocando el desconcierto y la indignación entre los legionarios. Después de un ligero repliegue se intentaron coronar las posiciones, pero el enemigo, bien atrincherado, volvió a rechazarlos. Por cuatro veces consecutivas insistieron los legionarios, con esforzado denuedo hasta que el mando ordenó fortificarse en las lomas alcanzadas. La operación costó a la Bandera ciento dieciocho bajas: la del Comandante Jefe, dos Capitanes y siete Oficiales heridos, además del Teniente Díaz Noriega y Alférez Colubi a quienes se les concedió la Medalla Militar Individual por su valeroso actuación.
Mis recuerdos al frente de la IX Bra.
El General Julio de la Torre Galán mandó la IX Bandera durante la última etapa de la guerra civil, siendo uno de los pocos militares que nos dejó testimonio escrito de acciones de guerra, dada su reconocida afición a la pluma. Transcribo un fragmento que nos habla de la IX Bandera:
«Dejé en mi Legión tan querida los mejores años de mi vida, mi juventud, mis años mozos, mis entusiasmos, mi alma militar… Ha pasado mucho tiempo y aún me veo al frente de aquellas tropas incomparables; oigo el canto viril de sus largas cornetas y el golpe bronco de sus cajas de guerra…, sus Guiones, sus largos Banderines que cuando saludaban parecían querer subir al cielo…¡Mi glorioso Guión de Mando de la IX Bandera!… ¡Cuánto daría por poseerlo!… ¡Aquellos Legionarios que rechazaban la riqueza y sólo daban crédito a los factores humanos y eternos del valor, lealtad, compañerismo, honor, fortaleza, desprendimiento… ¡Sólo con fuerzas como esas, acostumbradas a la vida dura, viril y austera y con un sentimiento exaltado de patriotismo, pudieron ser capaces de escribir tantas páginas de gloria cuando entraban en combate!.
Sólo hombres así, inspirados en el Credo Legionario, que nos legó su fundador Millán Astray, eran capaces de morir heroicamente y poder decir aquello de, ¡y terminando el combate, todos regresaron, vivos y muertos!, ¡jamás se dejará a un legionario en el campo!, ¡o todos vuelven, o no vuelve ninguno!. Con qué razón dijo llorando nuestro Teniente Coronel Valenzuela, ¿ Qué tenéis, legionarios, que os metéis tan adentro del corazón de quien os manda…?.
El General Yagüe me honró habilitándome de Comandante, dándome el mando de la IX Bandera, y otra vez la guerra, pero esta vez en el frente estabilizado de Madrid, en donde la noticia «¡Sin novedad!» no alejaba la cercanía de la muerte. Vida de topos, sufrida e insoportable, sobre todo en invierno, pues las trincheras y refugios enfangados hacían imposible la vida. Ataques y contraataques continuos. Rectificaciones de línea con sacrificios de vidas ignoradas. ¡ Aquí sí era verdad lo del héroe anónimo!… ¿Recuerdos? ¡Sí! Mi esposa no consistió en separarse de mí y en el primer pueblo de la retaguardia más cerca de mi Bandera, vivía y soportaba estoicamente, con los hijos, los bombardeos de la aviación y artillería enemigos.
Nuevos destacamentos y días de descanso. Esquivias, Pinto, Valdemoro, operación del vértice de la Higuera, Seseña, etc., así hasta que un día… recibí la orden de lanzarnos con otras unidades al asalto de las fortificaciones enemigas en el Vértice Legaña, al lado de Ciempozuelos, el día 22 de septiembre de 1938. Eran las cuatro de la madrugada… (¡qué fatídicas son estas horas, en las que empieza la lucha del día con la noche!) La IX Bandera se movía lentamente y en silencio para colocarse en su puesto de combate, en espera de la hora del asalto, y a mi lado veía, mejor dicho, oía, a los askaris de las unidades de apoyo. Amanecía lentamente, pues una niebla fría cubría el campo y…¡qué ateridos estamos! ¿Será el tiempo, el miedo, la impaciencia? Tenía casi seca la garganta… ¡oí el primer cañonazo! Empezaba la preparación de la Artillería y los cañones saludaban a su manera al nuevo día. Pocos segundos después no se podía parar en nuestras posiciones, pues las Baterías de Apoyo de mi Bandera, por un error en los cálculos del tiro, nos colocaron sus proyectiles en nuestra base de partida. ¡Qué pena! Sin combatir y ya habían empezado las bajas.
Comenzó el avance con el ímpetu y con ira, mientras mis armas automáticas tableteaban sin parar… ¡Qué bello era el «canto» de nuestras ametralladoras! ¡Que valor daban! Di la orden de asalto, y al principio, velozmente, arrebatamos el terreno al enemigo, pero las máquinas contrarias cantaban igual que las nuestras, anunciándonos su visita sin necesidad de tarjeta, y nos hacían pegar la cara al suelo y humillar la cerviz. Paralizaban el asalto, haciéndonos muchas bajas, y entonces el avance se hacía lentamente, arrastrándonos por el suelo, como reptiles, destrozándonos los trajes y sangrándonos las manos… Los codos y las rodillas eran las que más trabajaban. ¡Qué dolor! ¡Cuántos caían!…
Di ejemplo y me situé, junto con mi Plana Mayor, con las unidades más próximas al enemigo… ¡Adelante!, y en rápido avance, a la carrera, progresamos unas pocas decenas de metros, y en esto noté un fuerte golpe, sin dolor, cerca del codo. A los pocos momentos sentí correr a lo largo del brazo un líquido pegajoso, caliente; miré a mi mano derecha y la vi cubierta de sangre, lo mismo que la manga de mi guerrera… ¡Qué le vamos a hacer! ¡Ya me tocó a mí! Y allí, en el suelo, mi fiel enlace me rasgó la manga y con una gasa intentó taponar el boquete que dejó la bala enemiga… Seguí en mi puesto, pues era cuestión de honor el arrebatar las trincheras al enemigo, que tan cerca se veían y tan lejos estaban. La base de fuego nuestra se aproximó, y vuelta a arrastrarnos por el suelo, pero no se podía casi avanzar. ¡Eran tantos disparos! Al poco, otro golpe en el pie derecho; tampoco sentí dolor, pero momentos después noté dentro de mi bota la sensación del mismo líquido caliente de antes… ¡Otra vez herido!… Y lo malo era que esta vez me mareé… Llamé a mi enlace, pero no pudo ayudarme, pues su cadáver se encontraba a pocos pasos de mí, y con esta sensación dolorosa, con la pérdida grande de sangre que tenía, perdí el conocimiento en momentos que necesitaba más del corazón y del cerebro.
Recobré el sentido en la camilla en donde mis bravos y fieles legionarios me habían puesto al retirarme de la línea de fuego. Vendado provisionalmente, tuve la sensación desagradable del frío y la sed… La sangre perdida había que reemplazarla… ¡Agua, agua!, y providencialmente mi noble asistente Santamaría me ofreció una botella de sidra…¡En mi vida he bebido con más placer! Y otra vez en el hospital, ahora en Griñón. Mientras, mi pobre esposa, que le habían entregado mi guerrera ensangrentada y destrozada, andaba loca inquiriendo noticias mías, hasta que consiguió llegar al hospital y abrazarme. Mi magnífica y brava esposa había estado oyendo la preparación artillera y todo el fuego del combate en un pueblo cercano, con el alma encogida y siempre pendiente de mis noticias. Mientras, allá seguía el combate…¿Qué será de mis queridos legionarios?… Me enteré después que se paralizó el combate y durante la noche se fortificó el poco terreno conquistado. ¡Que tristeza de guerra! El precio de aquellas escasas centenas de metros fueron decenas de bajas de mi querida IX Bandera y casi destruido el Tabor de Regulares que apoyaba una de mis alas, con la muerte heroica de su Jefe.
Otra vez en Melilla, reponiéndome de los balazos recibidos. Época de felicidad. ¡Qué bien sabía la paz del hogar! Y, al cabo de un mes, vuelta al frente… ¡Otra vez guerra!. Encontré a mis queridos compañeros legionarios supervivientes, junto con muchas caras nuevas. El panorama seguía igual. Los mismos disparos y las mismas bajas con distintos nombres y apellidos de personas… Seguía la vida dura de topos, en las trincheras, con la secuela de miseria y falta de sueño, hasta que un día… ¡orden urgente de concentración en Valdemoro!, ¡relevo de la Bandera!. A los pocos días nos lanzaríamos sobre el frente enemigo para romper las fortificaciones que defendían Madrid. Había mucho optimismo y alegría porque existían rumores de que el frente enemigo se tambaleaba. ¡Mañana será el gran día! Mañana será decisivo. Las ametralladoras fueron engrasadas cuidadosamente, lo mismo que las demás armas automáticas y repetidoras. Todo estaba a punto, pero en esto… ¡Madrid se ha rendido! ¡Madrid se ha rendido! ¡por fin!, ¡por fin! ¡la guerra se terminaba!. ¡Y esto yo no lo sé describir! Pero lo malo es que tampoco sé llorar… ¡Y estoy llorando! ¡Gracias, señor! Se acabó para siempre la matanza entre hermanos. ¡Que Dios nos perdone!.
Terminada la guerra, la IX Bandera tuvo por misión la ocupación de Alicante y poco después tomaba parte en el gran desfile de la Victoria, en Madrid, donde desfilaron 200.000 soldados (todo el Ejército del Centro y representaciones de los demás). Desfile impresionante por la calidad y cantidad de sus guerreros; por la abundancia y grandeza de su material…, boinas rojas, camisas azules, gorrillos legionarios…; tanques, cañones, aviones que hacían imposible sostener el ritmo del paso por el ruido de sus motores; vivas y aplausos; emoción en los rostros de los espectadores y en el de los combatientes; canciones viriles de guerra e himnos patrióticos. En aquella cruel y desagradable guerra entre hermanos, a la Legión, a la VII, VIII y IX Banderas, le tocó estar en el lado de los vencedores».